Normalmente, contraponer dos o más religiones adquiere como
fin principal descubrir aquella que sería cierta, real o correcta por sobre las
otras. Bajo esta acción, la esencia motor no es más que buscar el acople a la
que no yerra en sus reglas, condiciones y consecuencias. Así entonces, no se
hace más que desperdiciar el producto resultante de esa interacción existente de
todas ellas dentro de un mismo Universo.
El producto entonces se vislumbra bajo la diferencia de
condiciones o razones que esgrime cualquiera de ellas. Desde el punto de vista
del catolicismo, el miedo al castigo infunde respeto a la moral. En el Budismo,
en cambio, la esencia innata del ser humano bajo el camino de la sabiduría,
invitaría con gusto y en búsqueda de grandeza a respetar ciertas normas y
comportamientos ideales. E aquí la gracia de la interacción mencionada. Aquél
que responde al rigor y al temor, dado su somato tipo y su personalidad, habrá
entonces de sumarse al catolicismo, esgrimiendo como único fin el de ser mejor
hombre, y cumplir con el concepto de misión que se esconde dentro de uno. El
otro, que vislumbra las presiones de los temores como herramientas inconsistentes,
habrá entonces de acoplarse (por ejemplo) al Budismo, ya que el mismo proyecta
desde otro ángulo, un fin que no es distinto: ser mejor hombre, y cumplir con el
concepto de misión que se esconde dentro de uno.
Lo conveniente aquí es descubrir bajo qué grupo de
condiciones el ser interno responde a lo buscado. Intentar derrotar religiones
diferentes de las de uno, es ignorar la particularidad fundamental que convive
dentro de cada hombre.
Dadas estas instancias, no nos debe resultar extraño
entonces cuando un hombre de fe, luego de muchos años, se “convierte” a otra
religión. Claro está, entonces, que la evolución del alma comprende numerosos cambios
internos y de comportamiento, algunos de ellos quizá de tal magnitud, que la
religión practicada en busca de la finalidad pasa a ser obsoleta para con la
meta en cuestión.
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